"Una Cárcel de Cristal para Juana"
13 Años Aislada Del Mundo Para No Morir Infectada
Su drama comenzó hace 30 años al entrar en contacto con patatas tratadas con antigerminantes. Vive en un espacio de 25 metros habilitado en su casa de Chiclana (Cádiz). No puede tocar a su familia, ver la televisión, leer un libro electrónico... Así es la vida de esta mujer con sensibilidad química múltiple, fibromialgia, síndrome de fatiga crónica e indicios de electrosensibilidad.
“En unas semanas nace mi primer nieto. No sé siquiera si voy a poder abrazarme a él en algún momento de lo que me quede de vida”.
Según informa Andros Lozano en EL ESPAÑOL, Juana Muñoz -pelo cano, voz débil- lo recuerda con nitidez aún hoy, una tarde lluviosa de finales del mes de marzo. En su memoria parece como si no hubieran transcurrido ya cerca de tres décadas.
Cuenta que fue un hecho corriente el que provocó que, 16 años años después, ella tuviera que dar el paso de vivir sin contacto con el mundo en un habitáculo sellado de 25 metros cuadrados. Sin teléfono móvil, sin televisión, sin libros, sin radio... sin nadie.
Corría el año 1989. Por aquel entonces Juana era una joven madre de 25 años que vivía junto a su marido y su bebé en una casa de campo a las afueras de Conil de la Frontera (Cádiz), a cinco minutos de la playa.
Una mañana, la mujer dejó durmiendo en la cuna a su niño, de un año, y se dirigió al garaje, donde su marido guardaba en cajas las patatas de la última cosecha. Juana quería llevarse varios kilos a la cocina para no tener que andar yendo y viniendo cada poco.
Juana fue sacudiendo con sus manos el polvillo que recubría la piel de los tubérculos. Era un antigerminante, un producto químico utilizado por su marido para evitar que las patatas almacenadas germinasen, para evitar que se picaran y conseguir así que mantuvieran la piel sin arrugas.
La mujer, tras limpiarlas una a una, las fue introduciendo en un cesto. Pero en un instante determinado comenzó a picarle el ojo derecho, que se lo rascó con el hueso saliente de la muñeca. Tuvo la sensación de que dentro le había salido un pequeño bulto.
Al volver al interior de su casa, Juana marchó directa al baño y se miró en el espejo. En apenas unos segundos se le habían hinchado los ojos y la lengua. Inmediatamente, llamó a su marido. Cuando la vio Manuel, su esposo, restó gravedad al asunto y le dijo: “Eso es que te has intoxicado. Vamos al ambulatorio”.
Allí, a Juana le pincharon un antiinflamatorio y la mandaron de nuevo a casa. Una hora más tarde, Juana y Manuel tuvieron que volver porque la hinchazón no bajaba. El médico les recomendó que se marchasen rápido al hospital más cercano. Fueron en coche hasta el de Puerto Real (Cádiz).
Su drama comenzó hace 30 años al entrar en contacto con patatas tratadas con antigerminantes. Vive en un espacio de 25 metros habilitado en su casa de Chiclana (Cádiz). No puede tocar a su familia, ver la televisión, leer un libro electrónico... Así es la vida de esta mujer con sensibilidad química múltiple, fibromialgia, síndrome de fatiga crónica e indicios de electrosensibilidad.
“En unas semanas nace mi primer nieto. No sé siquiera si voy a poder abrazarme a él en algún momento de lo que me quede de vida”.
Según informa Andros Lozano en EL ESPAÑOL, Juana Muñoz -pelo cano, voz débil- lo recuerda con nitidez aún hoy, una tarde lluviosa de finales del mes de marzo. En su memoria parece como si no hubieran transcurrido ya cerca de tres décadas.
Cuenta que fue un hecho corriente el que provocó que, 16 años años después, ella tuviera que dar el paso de vivir sin contacto con el mundo en un habitáculo sellado de 25 metros cuadrados. Sin teléfono móvil, sin televisión, sin libros, sin radio... sin nadie.
Corría el año 1989. Por aquel entonces Juana era una joven madre de 25 años que vivía junto a su marido y su bebé en una casa de campo a las afueras de Conil de la Frontera (Cádiz), a cinco minutos de la playa.
Una mañana, la mujer dejó durmiendo en la cuna a su niño, de un año, y se dirigió al garaje, donde su marido guardaba en cajas las patatas de la última cosecha. Juana quería llevarse varios kilos a la cocina para no tener que andar yendo y viniendo cada poco.
Juana fue sacudiendo con sus manos el polvillo que recubría la piel de los tubérculos. Era un antigerminante, un producto químico utilizado por su marido para evitar que las patatas almacenadas germinasen, para evitar que se picaran y conseguir así que mantuvieran la piel sin arrugas.
La mujer, tras limpiarlas una a una, las fue introduciendo en un cesto. Pero en un instante determinado comenzó a picarle el ojo derecho, que se lo rascó con el hueso saliente de la muñeca. Tuvo la sensación de que dentro le había salido un pequeño bulto.
Al volver al interior de su casa, Juana marchó directa al baño y se miró en el espejo. En apenas unos segundos se le habían hinchado los ojos y la lengua. Inmediatamente, llamó a su marido. Cuando la vio Manuel, su esposo, restó gravedad al asunto y le dijo: “Eso es que te has intoxicado. Vamos al ambulatorio”.
Allí, a Juana le pincharon un antiinflamatorio y la mandaron de nuevo a casa. Una hora más tarde, Juana y Manuel tuvieron que volver porque la hinchazón no bajaba. El médico les recomendó que se marchasen rápido al hospital más cercano. Fueron en coche hasta el de Puerto Real (Cádiz).
Perdieron las muestras de su sangre y del antigerminante
Días después, Juana despertó entubada y con goteros por todo el cuerpo en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Había estado a punto de perder la vida. La lengua, que no le cabía en la boca, cerca estuvo de asfixiarla. Tardó ocho días en poder levantarse de la cama de aquel hospital. Cada mañana, una fila de médicos la visitaba en su habitación, circunstancia que a ella le extrañaba.
blob:https://www.dailymotion.com/7e572d21-9d15-486c-8f21-37ba82a3c091
Días después, Juana despertó entubada y con goteros por todo el cuerpo en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Había estado a punto de perder la vida. La lengua, que no le cabía en la boca, cerca estuvo de asfixiarla. Tardó ocho días en poder levantarse de la cama de aquel hospital. Cada mañana, una fila de médicos la visitaba en su habitación, circunstancia que a ella le extrañaba.
blob:https://www.dailymotion.com/7e572d21-9d15-486c-8f21-37ba82a3c091
El día que tuvo fuerza para incorporarse y caminar, se fue directa al baño y se miró en el espejo. Juana no se reconoció. Parecía “un monstruo”, dice a EL ESPAÑOL. Tenía la cara deformada y manchas por todo el cuerpo debido a que la sangre se le agolpaba en las venas.
Durante su estancia en el hospital, los doctores enviaron una muestra de sangre y otra del pesticida a un centro de estudios clínico de Barcelona. Unos días después, a la mujer le explicaron que ambas muestras se habían extraviado durante el trayecto.
Juana no sospechó nada en ese momento. A los 15 días de ingresar recibió el alta y volvió a casa con su marido. Tenía un niño que criar y quería volver junto a él cuanto antes. Durante el siguiente año no dejó de tomar corticoides.
Con el paso del tiempo, Juana se enteró de que la multinacional que comercializaba aquel producto químico que Manuel roció sobre las patatas lo retiró del mercado a los 14 años de sucederle aquello.
Hoy, Juana Muñoz tiene 53 años y padece sensibilidad química múltiple (SQM) en grado severo, fibromialgia, síndrome de fatiga crónica y comienza a mostrar signos de padecer electrosensibilidad. Se trata de cuatro enfermedades crónicas, sin cura, que suelen ir asociadas unas a otras y que se engloban dentro la dolencia conocida como síndrome de sensibilidad central.
“Con el paso de los años, llegué a la conclusión de que el origen de todo está en aquella intoxicación que sufrí”, cuenta Juana desde una camilla instalada en el porche de su casa. Se comunica con el periodista gracias a un micrófono que tiene dentro de varias bolsas de plástico. Pese a las diversas capas, no se fía. La mujer lo empuña recubriéndolo con su ropa y con las sábanas. En la calle, apoyado sobre un escalón, hay un pequeño receptor que capta la señal y la emite por un altavoz.
300.000 personas diagnosticadas en España
En España, donde no existen cifras oficiales, se calcula que hay unas 300.000 personas diagnosticadas de sensibilidad química múltiple. Se trata de una estimación independiente de las propias asociaciones de pacientes. En realidad, se piensa que hay unos 700.000 afectados, con lo que 400.000 ciudadanos desconocerían que están enfermos. En este país no existe ningún centro público que los atienda de forma especializada.
Según la Fundación Alborada, entre un 5% y un 15% de la población mundial sufre la enfermedad que mantiene aislada a Juana. Entre la comunidad médica se le conoce como el mal silencioso y no afecta con la misma virulencia a todo el mundo.
El año pasado, un fontanero de 47 años residente en Castellón consiguió que una juez le reconociera la incapacidad permanente y la gran invalidez que sufre por el síndrome de sensibilidad química, electrosensibilidad y fibromialgia que padece.
La suya fue la primera sentencia en España que reconoce la incapacidad y la dependencia de un enfermo de este tipo para el día a día. No se ha conocido ningún otro caso hasta el momento.
Aunque la sensibilidad química múltiple está incluida por el ministerio de Sanidad español en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) desde 2014, la Organización Mundial de la Salud (OMS) no la recoge en su listado.
El micromundo de Juana
Desde hace 13 años Juana vive aislada dentro de su propia casa, que ahora la tiene en Chiclana de la Frontera (Cádiz), un pueblo vecino a Conil. Se lo recomendó un neumólogo para que ganara calidad de vida.
En su nuevo hogar, un chalet en una urbanización a las afueras de la localidad y en mitad del campo, su marido le ha habilitado un habitáculo sellado de 25 metros cuadrados con dobles ventanas. Para que no entre ni el polvo.
Dentro, la vida de Juana transcurre, segundo a segundo, día tras día, año tras año, entre las paredes de una habitación, un cuarto de baño y un porche acristalado. 25 metros cuadrados. La acompañan varias fotos de su familia y un teléfono fijo que tiene forrado con telas inocuas.
Allí dentro, nadie la toca salvo su marido en contadas ocasiones, quien cada vez que entra tiene que desnudarse, ducharse y ponerse una ropa que nunca puede sacar de la casa. Si pasa a verla cinco veces, ha de seguir otras cinco ese mismo proceso.
Juana apenas visita ya el médico, salvo en caso de urgencia. Las ambulancias no están habilitadas para este tipo de enfermos y el coche tendría que limpiarse con bicarbonato varias veces durante los días previos.
Además, la persona o personas que la acompañaran tendrían que seguir un estricto protocolo durante una semana. Este implica, entre otras cosas, no usar desodorante o la prohibición de dormir sobre sábanas lavadas con detergentes comunes.
La vida es un 'no' continuo
Juana no puede abrazar a su madre, a sus dos hijos, a sus seis hermanos, a sus muchos amigos. A lo sumo junta la palma de sus manos con las de sus seres queridos a través del cristal. Tan cerca, tan lejos.
El simple contacto con ellos, con sus perfumes o con los componentes químicos de los detergentes con los que lavan sus ropas le provocarían náuseas, vómitos, picor de nariz y de ojos, mucosidad, dolor de cabeza, mareos, asfixia.
Juana vive en una burbuja. No tiene televisión porque el calor y las ondas que emite el aparato alteran su organismo. Tampoco dispone de teléfono móvil, tableta o e-book. Si lee libros, han de ser antiguos y en papel. La tinta de los recién publicados le sienta mal. Su marido lleva 17 años sin pintar su casa, justo desde que la construyeron. Cuatro años después Juana se aisló en su interior.
Juana no puede estar tumbada al sol en la camilla del porche durante más de un par de horas al día porque los componentes del cemento con el que se hizo la vivienda le provocan crisis de asfixia, comienza a toser, se marea. Juana, que se cansa con cualquier mínimo movimiento, duerme 16 horas diarias. Da igual cuándo. “El día para mí pasa volando”, dice.
Juana tampoco puede tintarse su pelo cano ni pintarse las uñas. La mujer, si no quiere que su salud empeore, está obligada a comer pescado fresco, nunca de piscifactorías, carne de pollo, cerdo, pavo o ternera que no se haya criado con pienso, y verduras, frutas y hortalizas del huerto ecológico que su marido ha creado frente a la cristalera que aún le hace saber que al otro lado, donde está ese mundo que ella ve pero no pisa, sigue habiendo vida.
“Cuando empiezas a encontrarte decaído, ya estás intoxicado. Te has envenenado sin darte cuenta, respirando, a través de la comida, del agua, de la ropa”, decía hace ya una década la doctora estadounidense Doris Rapp, de la Universidad de Nueva York, quien está considerada la mayor experta en la materia a nivel mundial.
“Los productos químicos son el mayor negocio del mundo, y también el más desconocido”, apuntaba. En la actualidad, en Europa hay más de 90.000 sustancias químicas utilizadas en la industria y presentes en todo tipo de productos: desde detergentes hasta geles de baño, desde pesticidas al plástico de un mando a distancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario